Una figura que para la URSS fracasó, pero generó las claves de la Rusia actual

Saberes 01 de septiembre de 2022 Por Heraclio Labandera
El fallecimiento de Mijail Gorvachov ha provocado reflexiones oportunas para estos tiempos de Rusia. Quiso reformar el esqueleto del monstruo creado en 1917, con la Revolución Rusa, pero fue una idea de realización imposible. Lo irónico es que pasó a la historia como el responsable por desarticular algo de cuya descomposición no fue el gestor, sino que auguraba el final que tuvo. Fracasó para la URSS y terminó en el ostracismo, dentro de su misma tierra. Pero el comunismo soviético no le fue en zaga, porque fracasó estrepitosamente como régimen y se quedó con la nostalgia,
zero-gorby II

Al saberse su fallecimiento un tuitero replicó un ocurrente comercial sobre una cadena estadounidense de pizzas presente en Moscú.
Un señor mayor de gorra y un niño (podría bien ser su nieto), entraron a una pizzería desde una calle llena de nieve, con un estilo marcadamente estadounidense aunque con palabras escritas en letras del alfabeto ruso, y se ubicó en la mesa recostada a la ventana.
Desde una mesa cercana, había una familia rusa concentrada en sus conversaciones en derredor de las pizzas que ofrecía el local de comidas, y de golpe uno de ellos se dio cuenta de que el cliente vecino era Gorvachov.
Eso lo percibió el veterano -que podía ser el patriarca del grupo- y al advertir su presencia, el joven que compartía la mesa -que podría ser el hijo-, se dio vuelta para verificar el dato.
De pronto, veterano y joven, se enfrascan en una discusión sobre lo que trajo el gobierno de Gorvachov a la Unión Soviética.
El veterano comenzó a decir conceptos críticos sobre lo que su gestión había provocado, y de inmediato era retrucado por el joven con una categoría antagónica.
La conversación fue subiendo de tono.
De modo sucesivo se replicaron con muchas antinomias, pero la que más recuerdo fue al veterano diciendo que su Gobierno había traído “caos social”, y el joven le retrucó con que había traído “libertad”.
De pronto, la veterana de la rueda -que podría ser la matriarca- cortó en seco la discusión y terció con algo así como que también “trajo la Pizza Hut”.
Entonces todos coincidieron en el acierto, el veterano lo saludó con un trozo de pizza en la mano y el grupo terminó coreando unánimemente a “Gorby”.
Naturalmente que el señor del aviso era el propio Gorvachov, el mensaje fue que la Pizza Hut unía la preferencia de todos los rusos, y el metamensaje que el capitalismo, el libre mercado y el estilo estadounidense de vida era mucho mejor que el decadente estilo socialista inspirado en el comunismo ruso.
Supongo que el comercial fue hecho luego de 1991, cuando el mismo Gorvachov decretó que la Unión Soviética fuera disuelta, y que se la sustituyera por un bloque supranacional que bautizaron Comunidad de Estados Independientes (CEI) que integró a la repúblicas que pasaron a ser ex-soviéticas.
Sospecho que a cualquier comunista ruso de entonces poca gracia le habría hecho que el antiguo presidente de la orgullosa y muy bolchevique Unión Soviética, terminara haciendo un comercial para la franquicia moscovita de Pizza Hut.
Pero también sospecho que entonces quedaban muy pocos comunistas en Rusia.


Una señal en la calle

Juan (nombre ficticio para proteger la fuente) era un comunista uruguayo enviado a Moscú por el PCU para entrenarse en “agit-prop” (agitación y propaganda) durante medio año.
Había ingresado al Bloque Soviético por Checoslovaquia, como era de estilo en los negocios conspirativos comunistas, en Praga recibió un nuevo pasaporte con identificación falsa y viajó a Moscú como parte de un grupo de camaradas revolucionarios uruguayos a cumplir el mismo cometido, antes de que en 1973 los militares dieran el golpe de estado.
Años después lo conocí y me contó gran parte de su peripecia moscovita.
Eso es parte de la enorme mochila de historias que deja el periodismo.
En una ocasión, el grupo de uruguayos con el que Juan había viajado a la URSS, salió de paseo rumbo a donde estaba la movida moscovita, acompañado por otro comunista uruguayo que también estaba entrenando en “agit-prop” en Moscú, pero desde hacía más tiempo.
Cuando el grupo iba a buscar un transporte colectivo, el camarada de la anterior tanda los detuvo y les dijo:

-Esperen; esto se hace así.

Se puso en la vereda, contra el cordón, y levantó dos dedos, como cuando uno representa la V de la victoria y al poquito rato se detuvo un auto negro.
El comunista baquiano le abrió la puerta, habló algo en ruso con el conductor y les dijo a sus compatriotas que subieran.
Les explicó que cuando uno levanta un dedo significaba que el servicio de transporte se pagaba 1 rublo (la moneda rusa), y si eran dos dedos, eran dos rublos, lo que equivalía a varios días de trabajo para cualquier chofer de un organismo estatal soviético.
Moscú entonces estaba lleno de autos negros que surcaban por las grandes avenidas, conducidos por empleados de Ministerios u organismos públicos.
Pero no eran sus propios autos particulares, porque hablamos de Moscú, la Meca del comunismo, donde no existía propiedad privada, sino autos oficiales pertenecientes a los organismos estatales donde los conductores trabajaban.
Al ver que una persona les hacía el simbólico gesto de los dos rublos desde la vereda, estos choferes estatales que estaban conduciendo en horario de trabajo, usaban el auto oficial para hacer de Uber (que aún no se había inventado, claro está) al ocasional interesado, para llevarlo al lugar que pidiesen.
Y los dos rublos terminaban en la billetera particular de los conductores empleados del Estado soviético.
Eso generó en el grupo de uruguayos un interesante y revelador debate.
Uno de los comunistas que hacía muy poquito tiempo había llegado a Moscú, inflamado del espíritu revolucionario que se respiraba en el barrio del Cerro de Montevideo, le reprochó al camarada que los instruyó del truco de los dos dedos en forma de V.

-¿Te parece bien corromper de esa manera a un camarada de la Unión Soviética? Porque eso que hacen los que conducen automóviles de los Ministerios para uso de ellos, está mal, es corrupción, y con esa oferta, vos los invitas a que se corrompan”, le confrontó con auténtica indignación.

Y el comunista baquiano, ni lerdo ni perezoso le contestó, sin rubor:

-No, los corruptos son ellos, porque son los que deciden usar en su provecho un auto oficial. Yo solo ofrezco dinero a los que me quieran llevar. Los que se detienen, son ellos”, fue la respuesta.


La nueva clase

En la década de 1970, cuando Juan viajó a Moscú a entrenarse en revolución, la trama de la sociedad soviética estaba absolutamente carcomida por la corrupción hasta los niveles más insospechados.
Cuando Gorvachov disolvió la URSS, en 1991, la utopía comunista aún continuaba en el debe, no existía una “dictadura del proletariado”, como predicaban los textos marxistas, y en el espacio comunista solo había una “dictadura de burócratas”.
Años antes, Milovan Djilas, el ex viceprimer ministro de la República Federal Popular de Yugoslavia, segundo en poder bajo el gobierno del comunista de Josip “Broz” Tito, había desertado a Londres y escrito un libro que sería profético: “La nueva clase”.
Su tesis era que en un régimen comunista no existe propiedad privada, sino estatal, pero los burócratas que ejercían el gobierno, si bien no eran dueños de los bienes materiales (una casa o un auto), al poder usufructuarlos se comportaban como si lo fueran de verdad.
Djlas cuestionó que el sistema comunista no era gobernado por el proletariado, sino por una nueva clase de burócratas que ejercían el poder, y ese era el destino fatal de los regímenes comunistas.
Eso fue lo que vio el líder soviético en la URSS, y fue impulsado a la cúpula de gobierno por los viejos dinosaurios comunistas, en un intento por implementar la “Perestroika”, palabra que en castellano quiere decir “Reconstrucción”.
En 1987, Gorbachov el estuvo en Uruguay junto a su canciller, Eduard Shevardnadze, y recuerdo cuando ingresó a la señorial embajada que la URSS tenía en Montevideo y que actualmente es la legación diplomática de Rusia.
Entonces reinaba en el país un gran desconcierto con un personaje  que cargaba en sus espaldas una pesada herencia totalitaria.
Lo natural era pensar que el estilo de Gorvachov se tratara de una mera puesta en escena de los soviéticos, para mejorar las relaciones públicas del imperio.
Nadie comprendía que el mismo desconcierto sobre su figura se extendía en el mandarinato político de su país.
Tampoco sospechamos que cuatro años más tarde, la Unión Soviética desaparecería con un decreto suyo, ni que dimitiría como premier en la Navidad de 1991.

Heraclio Labandera

Periodista y autor. Corresponsal de publicaciones extranjeras, agencias internacionales de noticias. Ha trabajado para diarios, semanarios, revistas, radio, televisión y redes. Escribe sobre política y economía. Autor de libros sobre ética, pensamiento e historia. Eterno curioso. Editor de Confidencial.

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