El buenismo liberal que tanto inquieta

Una vieja polémica teológica detonada en el seno del cristianismo durante los siglos IV y V, podría explicar con comodidad el principal talón de Aquiles que cierto liberalismo actual padece frente al corpus ideológico de la izquierda política en el siglo XXI.
Convengamos que está explicación apenas pretende ser una hipótesis pedagógica y no una doctrina dogmática, por lo cual concédase a la reflexión las necesarias licencias filosóficas del caso.
Advertida el ágora del detalle, cómo decía Ortega y Gasset, ahora "a las cosas".
Pelagio fue un monje nativo de las tierras de densa neblina, de la antigua Albión, como antes se llamaba a lo que hoy se conoce como Islas Británicas.
Fue un asceta que cosechó una fuerte admiración entre los nobles de su tiempo por la vida rigurosa que predicaba debía llevarse, particularmente apta para tiempos en los que el rigorismo se volvía la excepción que confirmaba la regla para muchos poderosos de vida disoluta.
Lo cierto es que el gran contradictor de sus enseñanzas fue San Agustín, merced al cual la prédica pelagiana terminó siendo considerada como un error dogmático.
La cuestión no fue algo de detalle o una disquisición baladí, porque en la teología que enseñó desde su cátedra, Pelagio predicó la inexistencia del Pecado Original.
Mientras que San Agustín enseñaba que la naturaleza humana llegaba a la vida marcada por el Pecado Original, del que derivaban luego los crímenes, las maldades y las inconductas de los seres humanos, Pelagio a la inversa enseñó que el Pecado Original no existía, y por derivada todos nacían con una bondad natural que luego era corrompida por el entorno.
Así las cosas, para Pelagio el ser humano nacía a la vida corriente sin sufrir los efectos de estar marcada por el Pecado Original.
Ergo, si los seres humanos venían al mundo sin padecer esa nefasta condición, todas las personas eran buenas por naturaleza, y las maldades que luego se verificarán entre los humanos a lo largo y ancho de la historia, son una consecuencia de maldades contagiadas por la sociedad y no derivadas de las responsabilidades individuales.
Por lo tanto, los pecados que cometían los seres humanos no eran consecuencia de la maldad del Alma, responsabilidad del Pecado Original, consecuencia de la imperfecta condición humana o de la naturaleza caída, cómo enseñaba la teología tradicional, sino derivación y responsabilidad del entorno pecaminoso que inducía al mal.
Con las distancias del caso, resulta conocida esa doctrina en su versión secular de responsabilizar al entorno y a la sociedad por las conductas nefastas frente a los hechos humanos.
Como se advierte, en materia de ideas desde hace mucho que no hay demasiadas novedades.
Pero el sujeto que en este rosario de ideas se busca analizar, no es este concepto de las responsabilidades personales o colectivas sobre el mal, que llevaría al discurso por otros rumbos, sino sobre las consecuencias del contagio pelagiano que muchas veces hace presa de las buenas personas.
Porque a pesar de que Pelagio predicara enseñanzas equivocadas, a todas luces se lo conoció como un hombre de costumbre austeras, intachables y con la condición de una persona indiscutiblemente buena.
El talón de Aquiles sobre el que focalizar estas líneas, es sobre la convicción optimista de muchos sinceros liberales que creen nacer como si carecieran por completo de cualquier esbozo de Pecado Original -ellos y sus adversarios- a pesar de que igual sean víctimas de sentimientos destructivos y oscuros como la envidia y el odio, por nombrar apenas dos categorías que en el mundo secularizado de hoy, cumplen un evidente papel político.
La civilización cristiana enseñó durante siglos que esos dos nefastos sentimientos -odio y envidia-eran consecuencia directa del Pecado Original, tanto como para que figurasen entre los llamados Pecados Capitales, que recibían una fortísima condena moral y un vigoroso rechazo ético.
Pero al paso del tiempo, en nombre de la secularización occidental y la modernidad nacida de la Ilustración, se exilió a Dios a un reducto privado, se abandonó la cosmovisión religiosa de la sociedad, y se perdió la moral y la ética cristiana en la normativa de la convivencia ciudadana.
Se abandonó la condena que antes se predicaba en nombre de la Salvación eterna, y los referidos Pecados Capitales -el odio y la envidia- secularizados ya derraparon por la nueva moralidad de lo políticamente correcto, volviéndose categorías sociológicas y vigorosos motores de la Praxis política
Encima, la Revolución les otorgó la dispensa expiatoria que la moral religiosa les negaba.
Hoy es ampliamente aceptado en la sociedad, que el odio y la envidia sean padres responsables de Revoluciones pretendidanente justicieras.
Desde muy lejano en la historia, la envidia fue utilizada como ariete contra los poderosos, pero el socialismo en sus distintas expresiones fue quien le otorgó estatura moral
Ya en 1848 Karl Marx explicó en la historia del pensamiento que tipo de motor revolucionario representó el odio, a la peripecia comunista.
Hoy los polos dialécticos pueden haber cambiado de sujeto, pero no los inmorales sentimientos que los animan a la confrontación.
Ese es el bando que está enfrente
Sin enbargo, cierto liberalismo de ADN irreductiblemente optimista, en nombre del derecho volteriano a respetar la alteridad a pesar de las diferencias, cree que el adversario actúa moralmente igual.
Ahí está el verdadero talón de Aquiles de esa tribu del liberalismo.
Porque más allá de que se la presente como una frase jocosa e hilarante, el como te digo una cosa, te digo la otra, del inefable José Mujica, es la verificación del tipo de compostura moral de la tribu que está en la vereda de enfrente.
Mientras para el liberalismo el anclaje de las cosas por las que vale ocupar una trinchera debiera radicar en principios que no pueden violentarse, para la izquierda revolucionaria el único anclaje que importa es la propia revolución, y lo que hoy es, mañana puede no ser, porque lo único permanente es lo no permanente.
Hoy ocurre lo impensado y el combate es por el sentido común, porque lo que es, está en la góndola del relativismo sometido a la primera ley del mercado: oferta y demanda.
El combate de las ideas es para que la solidez de las verdades objetivas, no quede al arbitrio de la fantasía o el capricho.
Para que las verdades eternas, sigan siendo eternas.
Por eso inquieta el espíritu pelagiano que ha contaminado a cierto liberalismo cándido, que espera del adversario un trato ético idéntico al que dispensa.
De esa matriz es que nace el buenismo liberal que a veces inquieta tanto.
Pero la primera certidumbre, es que a lo largo de la historia, el sentido común siempre vuelve por sus fueros.
Y la segunda, que vence.